por Joan Valls
(Revisitación)
El día se ha ido, pero el mar no quiere saberlo. No es el mar; son las olas, que están ciegas.
El niño apedrea a las olas y les dice que se vayan a dormir. Quizá estén ciegas, pero todavía oyen. Los pelícanos dan los últimos vuelos a ras del mar, con esa elegancia indiferente de quien hace de lo sublime una rutina, o al revés, qué sé yo. El niño les dice a las olas que escuchen la despedida de los pelícanos y que se vayan ellas también a dormir. Desea un mar quieto, convertido en un espejo.
Ya se fue el día. Un tipo enciende una fogata casi en la orilla. Le comento a los padres lo bien que arde esa leña; lo rápido que prende; que sabe a sal y pescado. Dejaría mi ron para darles un bocado a las llamas. Qué primario se vuelve todo en esa playa, salvo la elegancia infinita del vuelo de los pelícanos. Sólo el vuelo, porque, cuando se posan en el agua, se convierten en objetos estúpidos.
El niño no me escucha. Está embobado con el fuego. Ya se olvidó de las olas. Y ellas, más tranquilas, pensarán “el jodido niño se olvidó de nosotras”.
Desde mi pedazo de arena, parece que la bahía se cierra tanto, que ya no podrá entrar ni un solo pez. Sólo restos de olas insomnes.
Hay siete personas junto al fuego. De ellas, tres parecen tener algo que decir. Me pregunto de qué playa vendrán; a cuál irán. Las llamas acentúan su profundidad, así como la vulgaridad de las otras cuatro.
El niño juega con el perro. El perro juega con la arena. La arena juega con las estrellas. Las estrellas no juegan con nadie.
29/9/08
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